Luego de más 3 meses en tierras imperiales debo decir que mis sospechas se cumplen. No siento nostalgia, morriña ni saudade alguna. Por supuesto, pronto volveré al terruño, he de retornar a casa. Por supuesto, hay cosas que extraño, hay gente que me hace falta, pero igual, toda la gente que quiero no está en el mismo sitio. A mi familia la veo poco, y eso no cambiará porque esté a 5 horas en coche en lugar de 6 horas de avión. No, no he tenido ganas horrorosas de comer arepas y cachapas, no tengo antojo de mondongo, y el dulce de leche que prepara mi abuela es una delicia que hace eones no pruebo. El jugo de parchita hace notar su ausencia, pero hay cosas que lo compensan.
Tres meses no son nada. Lo sé. Pero son suficiente tiempo para entender que no miraré hacia atrás anhelando un pasado mágico. Suficiente para saber que si tengo que partir, no derramaré una lágrima por Venezuela, aunque extrañe cosas y personas concretas y particulares. Cuando me fui de Valera a Mérida, no sentí sino alegría y siendo sincero, no extraño Valera en lo más mínimo, a pesar de que tanta gente querida, estimada e incomparable vive allá.
Quizás mi incapacidad de sintetizar un microcosmos idealizado a partir de mi experiencia personal es lo que hace imposible que sienta patriotismo o regionalismo. No puedo abstraer un grupo de gente y circunstancias agradables a una región o a un país, no puedo dar el salto de la parte al todo, no puedo homogenizar y hacer continuo lo que en mi mente es particular y discreto. Tampoco puedo restringir la nostalgia exclusivamente a un pasado glorioso siempre mejor que el presente y localizado en confines geográficos estrechos. Siento nostalgia de sentir el frío invernal en Buenos Aires, de aquella puesta de sol en el Jardín Japonés, de los sandwiches en Las Violetas, de pasear un pitbull en las calles de San Francisco con niebla, de aquella discusión transhumanista bajo el cielo de verano en Chicago, así como también de aquellos paseos en bicicleta por una de las siete colinas que definen Valera, de las tardes de amor en las plazas de Mérida y del olor de la lluvia en mi facultad mientras tenues rayos de luz atraviesan la neblina. Sentir nostalgia de tantas cosas no implica la necesidad loca y visceral de hacer mi hogar de todos aquellos sitios. Lo mismo con “Venezuela”, esa entelequia de la que conozco poco y que no puedo amar como amo cada uno de mis pequeños instantes, de mis preciosos recuerdos desperdigados por toda América.
Ahora bien, resulta extraño después de este discurso cosmopolita, después de hacer alarde durante años de mi anti nacionalismo y anarquismo, de mi amor a la humanidad y desprecio al chauvinismo, de mi ira y desesperación en huir del atraso y la barbarie, de mi anhelo de una vida mejor, que ahora diga que no pienso emigrar, excepto circunstancias extraordinarias. Me pienso quedar en Venezuela, pero no porque no pueda vivir sin el café con leche o las arepas, no porque no pueda contemplar la vida sin mi madre y mi abuela, no porque la sociedad venezolana me parezca lo mejor que existe. Al contrario, sigo disfrutando de los sabores exóticos, puedo vivir sin estar apegado a mi familia y confieso sin dudarlo que gran parte de la idiosincrasia venezolana me causa nauseas. Me pienso quedar porque he decidido hacer con mi vida algo productivo y práctico. Si bien la biología teórica es muy divertida y eventualmente puede arrojar resultados fantásticos, por ahora mi campo de trabajo ofrece poco impacto y el problema que trato de resolver es interesante, pero demasiado abstracto.
Existen miles de avenidas posibles al desarrollo de mi investigación, miles, literalmente, de caminos por las cuales mi vida puede discurrir en un perpetuo frenesí intelectual, contribuyendo creativamente al avance de la gigantesca empresa humana de expandir la esfera de nuestro conocimiento. Algunos de estos caminos son más abstractos que otros. He tenido la fortuna de vislumbrar un camino donde mi mente puede ponerse al servicio de una causa interesante, con frutos visibles a mediano plazo y con un impacto social positivo. Más importante, este camino que he decidido seguir está de acuerdo con las convicciones que he adquirido a lo largo de estos años acerca del papel de los individuos en la sociedad, su autodeterminación y la necesidad de independencia y autonomía como vía a una mejor sociedad, donde ni la mayoría ni el gobierno se inmiscuyan ni coaccionen, pero donde al mismo tiempo las necesidades básicas estén cubiertas y exista igualdad de oportunidades. Entiendo que suena grandilocuente y ridículo, arriesgado, absurdo, utópico. Pero ya dijo Benedetti que la Utopía sirve para caminar siempre un paso más allá. El construir herramientas biotecnológicas baratas y de fácil uso para la resolución de problemas particulares es necesario para luchar contra las estructuras de poder existentes, contra los monopolios, contra la coacción por hambre. Digan lo que digan los pseudorevolucionarios y los primitivistas, la tecnología no es un medio de dominio, es una herramienta que puede ser usada para luchar contra el corporativismo, contra la opresión, para afirmar nuestra independencia, nuestros valores. El “retornar” a la sabiduría chamánica de nuestros ancestros o al conocimiento natural no es la salida, así como no les permitió a nuestros ancestros el resistir a la viruela traída por nuestros otros ancestros, los europeos. Significa deshonrar las grandes culturas americanas el negarse a reconocer el papel de la tecnología y el ingenio en sus creaciones y reemplazarlo por un misticismo mal entendido y almibarado.
He visto con mis propios ojos el desarrollo de una herramienta biotecnológica maravillosa, si somos afortunados y trabajamos duro, la primera de muchas, creada en el laboratorio en el que trabajo. En vista de que en Venezuela y en mucho del mundo no desarrollado, las regulaciones concernientes a la biotecnología son mucho más laxas que en Europa y EEUU, he decidido quedarme y colaborar con este equipo maravilloso que frente a problemas de toda índole ha logrado construir un producto eficiente, con pertinencia social, barato y de alta tecnología. La adversidad no escasea en mi laboratorio, pero el ingenio es más fuerte. Implementar estas nuevas soluciones es mucho más plausible acá que en otros sitios debido a las regulaciones ya mencionadas, lo que justifica el quedarme acá en lugar de ir a pastos definitivamente más tiernos.
La decisión no fue fácil, renuncio a mucho al quedarme. Me expongo a riesgos inexistentes en otros sitios y pierdo oportunidades por mi codiciadas, amén de todas las nuevas experiencias que quedan descartadas. Pero si emigro, pierdo una oportunidad única de usar mi mente para algo útil, para algo más que una abstracción matemática astuta, divertida, pero irrelevante, para finalmente contribuir a la Tecnoliberación, aquella idea de Egan, tan hermosa que no merece quedarse en las páginas de “El Instante Aleph”, sino llevada a la realidad. En el mundo en que vivimos innovar es más fácil y barato que hace medio siglo y progresivamente lo será más aún. Si puedo contribuir así sea con la construcción de esta visión, seré profundamente feliz, mucho más plenamente de lo que sería paseando por los campos eliseos, vegetando en un parque de Amsterdam, o en la soledad de una colina escocesa, por mucho que odie la delincuencia, la política local y la continua falta de respeto y sentido común exhibida por mis tantos de mis conciudadanos. No hace falta patriotismo alguno para quedarse en Venezuela, aunque sea sustituyendo un ideal por otro.
Adiós, Europa. Espero verte algún día.
Tres meses no son nada. Lo sé. Pero son suficiente tiempo para entender que no miraré hacia atrás anhelando un pasado mágico. Suficiente para saber que si tengo que partir, no derramaré una lágrima por Venezuela, aunque extrañe cosas y personas concretas y particulares. Cuando me fui de Valera a Mérida, no sentí sino alegría y siendo sincero, no extraño Valera en lo más mínimo, a pesar de que tanta gente querida, estimada e incomparable vive allá.
Quizás mi incapacidad de sintetizar un microcosmos idealizado a partir de mi experiencia personal es lo que hace imposible que sienta patriotismo o regionalismo. No puedo abstraer un grupo de gente y circunstancias agradables a una región o a un país, no puedo dar el salto de la parte al todo, no puedo homogenizar y hacer continuo lo que en mi mente es particular y discreto. Tampoco puedo restringir la nostalgia exclusivamente a un pasado glorioso siempre mejor que el presente y localizado en confines geográficos estrechos. Siento nostalgia de sentir el frío invernal en Buenos Aires, de aquella puesta de sol en el Jardín Japonés, de los sandwiches en Las Violetas, de pasear un pitbull en las calles de San Francisco con niebla, de aquella discusión transhumanista bajo el cielo de verano en Chicago, así como también de aquellos paseos en bicicleta por una de las siete colinas que definen Valera, de las tardes de amor en las plazas de Mérida y del olor de la lluvia en mi facultad mientras tenues rayos de luz atraviesan la neblina. Sentir nostalgia de tantas cosas no implica la necesidad loca y visceral de hacer mi hogar de todos aquellos sitios. Lo mismo con “Venezuela”, esa entelequia de la que conozco poco y que no puedo amar como amo cada uno de mis pequeños instantes, de mis preciosos recuerdos desperdigados por toda América.
Ahora bien, resulta extraño después de este discurso cosmopolita, después de hacer alarde durante años de mi anti nacionalismo y anarquismo, de mi amor a la humanidad y desprecio al chauvinismo, de mi ira y desesperación en huir del atraso y la barbarie, de mi anhelo de una vida mejor, que ahora diga que no pienso emigrar, excepto circunstancias extraordinarias. Me pienso quedar en Venezuela, pero no porque no pueda vivir sin el café con leche o las arepas, no porque no pueda contemplar la vida sin mi madre y mi abuela, no porque la sociedad venezolana me parezca lo mejor que existe. Al contrario, sigo disfrutando de los sabores exóticos, puedo vivir sin estar apegado a mi familia y confieso sin dudarlo que gran parte de la idiosincrasia venezolana me causa nauseas. Me pienso quedar porque he decidido hacer con mi vida algo productivo y práctico. Si bien la biología teórica es muy divertida y eventualmente puede arrojar resultados fantásticos, por ahora mi campo de trabajo ofrece poco impacto y el problema que trato de resolver es interesante, pero demasiado abstracto.
Existen miles de avenidas posibles al desarrollo de mi investigación, miles, literalmente, de caminos por las cuales mi vida puede discurrir en un perpetuo frenesí intelectual, contribuyendo creativamente al avance de la gigantesca empresa humana de expandir la esfera de nuestro conocimiento. Algunos de estos caminos son más abstractos que otros. He tenido la fortuna de vislumbrar un camino donde mi mente puede ponerse al servicio de una causa interesante, con frutos visibles a mediano plazo y con un impacto social positivo. Más importante, este camino que he decidido seguir está de acuerdo con las convicciones que he adquirido a lo largo de estos años acerca del papel de los individuos en la sociedad, su autodeterminación y la necesidad de independencia y autonomía como vía a una mejor sociedad, donde ni la mayoría ni el gobierno se inmiscuyan ni coaccionen, pero donde al mismo tiempo las necesidades básicas estén cubiertas y exista igualdad de oportunidades. Entiendo que suena grandilocuente y ridículo, arriesgado, absurdo, utópico. Pero ya dijo Benedetti que la Utopía sirve para caminar siempre un paso más allá. El construir herramientas biotecnológicas baratas y de fácil uso para la resolución de problemas particulares es necesario para luchar contra las estructuras de poder existentes, contra los monopolios, contra la coacción por hambre. Digan lo que digan los pseudorevolucionarios y los primitivistas, la tecnología no es un medio de dominio, es una herramienta que puede ser usada para luchar contra el corporativismo, contra la opresión, para afirmar nuestra independencia, nuestros valores. El “retornar” a la sabiduría chamánica de nuestros ancestros o al conocimiento natural no es la salida, así como no les permitió a nuestros ancestros el resistir a la viruela traída por nuestros otros ancestros, los europeos. Significa deshonrar las grandes culturas americanas el negarse a reconocer el papel de la tecnología y el ingenio en sus creaciones y reemplazarlo por un misticismo mal entendido y almibarado.
He visto con mis propios ojos el desarrollo de una herramienta biotecnológica maravillosa, si somos afortunados y trabajamos duro, la primera de muchas, creada en el laboratorio en el que trabajo. En vista de que en Venezuela y en mucho del mundo no desarrollado, las regulaciones concernientes a la biotecnología son mucho más laxas que en Europa y EEUU, he decidido quedarme y colaborar con este equipo maravilloso que frente a problemas de toda índole ha logrado construir un producto eficiente, con pertinencia social, barato y de alta tecnología. La adversidad no escasea en mi laboratorio, pero el ingenio es más fuerte. Implementar estas nuevas soluciones es mucho más plausible acá que en otros sitios debido a las regulaciones ya mencionadas, lo que justifica el quedarme acá en lugar de ir a pastos definitivamente más tiernos.
La decisión no fue fácil, renuncio a mucho al quedarme. Me expongo a riesgos inexistentes en otros sitios y pierdo oportunidades por mi codiciadas, amén de todas las nuevas experiencias que quedan descartadas. Pero si emigro, pierdo una oportunidad única de usar mi mente para algo útil, para algo más que una abstracción matemática astuta, divertida, pero irrelevante, para finalmente contribuir a la Tecnoliberación, aquella idea de Egan, tan hermosa que no merece quedarse en las páginas de “El Instante Aleph”, sino llevada a la realidad. En el mundo en que vivimos innovar es más fácil y barato que hace medio siglo y progresivamente lo será más aún. Si puedo contribuir así sea con la construcción de esta visión, seré profundamente feliz, mucho más plenamente de lo que sería paseando por los campos eliseos, vegetando en un parque de Amsterdam, o en la soledad de una colina escocesa, por mucho que odie la delincuencia, la política local y la continua falta de respeto y sentido común exhibida por mis tantos de mis conciudadanos. No hace falta patriotismo alguno para quedarse en Venezuela, aunque sea sustituyendo un ideal por otro.
Adiós, Europa. Espero verte algún día.