El trópico, tierra de gente amigable, sonriente, plena de esa cosa indefinible llamada calor humano. Donde la gente se echa la mano entre sí y la cordialidad es tan corriente como el hambre. Tierra de promesas y felicidad, donde andar con el estómago vacío no borra la sonrisa de la cara...
Ja, ja, ja.
Tal vez para el extranjero que nos visita de paso tales clichés son ciertos. Tal vez para la gente que vive en un mundo rosa donde todo es bello, esas frases tienen algún significado positivo. Para mí sólo significa una justificación para abominar de “los fríos nórdicos” y sus sociedades, para creerse moral y espiritualmente superiores a nuestros pares del mundo desarrollado. Excusas para hallar solaz y consolación en el subdesarrollo y en la miseria, excusas para perdonar todo, para no actuar ante nada. No sé si en verdad nuestras sociedades sean más vibrantes y espontáneas. Aunque lo sean, no encuentro muy positivo ese hecho si el atraso es el precio que debemos pagar por esa “calidez”, por esa “energía”. Porque resulta que ese “candor” y esa “frescura” que supuestamente nos caracterizan frecuentemente se manifiestan en lo que se denomina la viveza criolla, una condición difusa y difícil de definir, entre cuyos síntomas se cuentan el no respetar semáforos, colas, señales de tránsito y creerse mejor que el resto del universo conocido... hasta encontrarse alguien “más arrecho”, es decir con más cojones que uno, momento en el cual se pasa a murmurar por lo bajo y a aceptar la humillación. Así pues la tan cacareada solidaridad no es más que una versión light de la ley del más fuerte, puesto que no es una solidaridad real, sino un favoritismo hacia los amigos y hostilidad y desprecio por los derechos ajenos. La arbitrariedad está en nuestras vidas de modo constante y quien tiene el poder tiene la razón.
Maldita obsesión la de creerse el ombligo del mundo. No escapa a ella ningún pueblo. Frases como “lo nuestro es lo mejor” y “éste es el mejor país del mundo”, no son raras. Lástima que tanta autocomplacencia no nos permita ver los graves defectos que tenemos y la mierda que nos rodea. Un poco de autocrítica no estaría de más. Si en lugar de mirar los comportamientos inciviles con reprobación y castigarlos, lo que hacemos es exaltarlos como un rasgo pintoresco de nuestra idiosincrasia, como anécdotas folclóricas, no llegaremos a ninguna parte y jamás tendremos paz. Recordemos las sabias palabras de Benito Juárez: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.
Un ejemplo grave de este problema es el “juego” del que colectivamente somos víctimas todos los carnavales. Un grupo de imbéciles cuyas edades oscilan de los 7 hasta los 77 años comienzan a arrojar globos con agua a diestra y siniestra, en especial a las mujeres. No importa que lleve uno documentos importantes o artefactos electrónicos, igual mojan. No importa que sea una mujer embarazada o con niños pequeños la víctima, igual mojan. No importa que sea una anciana cansada y enferma. Nada importa. Sólo importa la diversión a costillas del sufrimiento ajeno. Somos víctimas de un tipo de terrorismo cuando debemos estar con ojos en las espaldas para evitar los sitios peligrosos. Todo esto ocurre a plena luz del día, en la vía pública, con los responsables a la vista y sin hacer esfuerzo por ocultarse. ¿Se condena unánimemente este tipo de actos y se toman medidas para evitar que sucedan? No. Ni en broma. ¿Actúan las fuerzas del orden para salvaguardar a los ciudadanos? Eso sería digno de ciencia ficción, casi una utopía.
Al contrario, se toma como una broma graciosa, como una manifestación de nuestra juerga eterna, de nuestra bonhomía intrínseca. A pesar de que hay gente que ha llegado a morir por estos juegos, cuando un globo congelado, les da en la cabeza. A pesar de que cada año se pierden millones de bolívares debido a las consecuencias de estos actos vandálicos, a pesar de todo eso, se sigue viendo con benevolencia, como un juego de niños, se sigue siendo tolerante con la total falta de empatía, con la barbarie, con el abuso y la arbitrariedad de dañar porque se puede y existe la impunidad.
Me gustaría ver tras las rejas a los padres de unos cuantos “angelitos” y a los mismos angelitos acuáticos. Cuando de verdad se obligue a la gente a ser responsable por los salvajes que paren pero que no crían (se limitan a dejar que el mundo los moldee), vamos a ver si persisten este tipo de abusos. Puede que hasta bajen las tasas de natalidad, cuando se percaten de que si no cumplen con la responsabilidad de criar individuos sociales les puede salir caro el asunto. Pero esto jamás sucederá mientras sigamos creyendo lo alegres que somos por permitir que la gente sea ultrajada de este modo, mientras seamos estúpidamente benevolentes con el salvajismo.
La “alegría” y el “calor” tropical terminan siendo meras justificaciones de toda clase de exabruptos y una razón más para abandonar este tercer mundo, tan ,pero tan lleno de calor humano que a veces parece el mismo infierno.
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